Es más fácil hacer las cosas complejas que simples, sobre todo cuando las consecuencias de la complejidad recaen sobre otro. Por ejemplo, es más fácil escribir una larga parrafada farragosa y embrollada que algo corto pero que transmita con claridad el mismo mensaje. Es en el trabajo de edición donde se ve el esfuerzo que el escritor pone en su trabajo, esfuerzo que no pondría de saber que sus lectores se van tragar todo lo que les echen. Como no lo van a hacer, pues a cortar y retocar.
Lo mismo pasa con los sistemas burocráticos. Pero no me refiero a los políticos o del estado, sino a aquellos que son aplicados dentro de empresas privadas. Muchas empresas se empeñan en cargar de burocracia inútil sus procesos internos, sin importar en como afecte esto al empleado. Como el empleado no tiene más remedio que tragar, pues ahí queda eso: que trague. Más de uno sabe de que hablo. Supuestamente, tanto papeleo tiene su justificación en ejercer un cierto nivel de control sobre lo que ocurre en la empresa, pero todo se queda en supuesto, en una ilusión de eficiencia y de control. Todavía se asocia dificultad con calidad, cosa que no siempre es cierta.
Peor es cuando esa burocracia termina involucrando al cliente. Dependiendo de qué productos o servicios, a veces no es tan sencillo buscar otra opción. O peor: todas las opciones son iguales. Entonces, sólo nos queda el recurso del rezongo a media voz o del pataleo escandaloso, según la medida de nuestro carácter.
La única explicación que le veo a casos de burrocracia galopante es la de que sale más caro (en el término que se prefiera: dinero, tiempo, esfuerzo...) cambiar que mantenerse en el mismo estado de cosas. Y claro, ya que el beneficio no va ser directo, rápido y tangible (o eso creen, que es peor), pues a quedarse igual que hasta ahora.
Y los demás, pues a hacer cola.
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