Hay empresarios que vienen en el modo lastimero por defecto: las cosas nunca van bien, siempre hay crisis y no hay dinero, no hay dinero, no hay dinero. Pero ese modo es el que se activa cuando tienen que tratar con sus empleados, especialmente a la hora de hablar de aumentos de sueldo.
Peor se pinta el panorama cuando encima hay escasez de buenos profesionales dispuestos a trabajar por sueldos bajos (ay, madre mía). Te venden la moto de “ponerte la camiseta” y luego, ellos no se ponen la tuya. Eso no es un asunto de gestión empresarial, es un asunto de moralidad.
Así puestos, no queda otro remedio que recurrir a los medios de presión que estén al alcance, en este caso renunciar. Al ver como salta la liebre, el jefazo se pone entonces las pilas y se abre al diálogo lo suficiente como para no perder ni dinero ni a su empleado (aunque no siempre es así). Obviamente, es un riesgo, pues corres el peligro de que tu renuncia sea aceptada y en lugar de un magro aumento te encuentres de patitas en la calle. Además, el método no reviste tampoco mucha ética que digamos, pero en muchas ocasiones no queda otro remedio y casi es legitimado al chantaje moral al que te presionan con ese asunto de la camiseta (tu sueldo es una cuestión económica, pero tu empleo es una cuestión moral, ética, etc.).
En estos días, alguien cercano a mí está viviendo en su empresa un caso en el que intervine este tipo de empresario. Según él, no trabajas en su empresa: formas parte de un proyecto social, de una familia (coño, como la mafia). Es por ello que los sueldos son bajos, y aceptó sabiendo que son así. A lo largo de la estancia de esa persona en “la familia” (por favor, leerlo con voz marlonbrandoniana), los retrasos en los pagos han sido constantes. Ni un sólo día ha recibido su sueldo cuando le correspondía, e incluso ha habido divisiones de los pagos en cómodas cuotas semanales.
Entonces, llega el momento en que esta persona decide hablar con su jefaza acerca de un aumento. El argumento de la renuncia está en el aire, pero no a manera de chantaje, sino de descripción: ha recibido una oferta algo más jugosa (que no mucho, eh) y la está considerando. La reacción de la empresaria: indignación, completa y absoluta indignación, como si esta persona la estuviera traicionando. No hay aumento, y que renuncie si quiere. No le importa. Igual que no le importa que ya haya otra “baja” (en el sentido de “caída”, como en la guerra) debido a los sueldos. No le importa que esta persona haya sido a su vez traicionada en otros momentos (con descuentos desmesurados de su sueldo a pesar de haber justificado pertinentemente sus faltas). La empresaria es la traicionada. Lo suyo es un proyecto social. Todos deben contribuir a él de manera casi voluntaria.
Lo peor de todo es que la empresa tiene su potencial. Antaño funcionó bastante bien, pero en estos momentos (debido a una crisis acaecida hace unos cinco años) está tratando de remontar. Dicha empresaria ha vivido situaciones dramáticas y muy duras, pero eso no justifica ese victimismo que la imposibilita ponerse en el lugar de los demás y, por lo tanto, comprender que lo suyo ni es un proyecto social (aunque lo fue en su día) ni sus empleados son voluntarios. Los malos gestos, las malas caras, el chantaje moral al que intenta someter a aquellos vinculados a su empresa, todo ello son malas maneras de administrar su capital humano, por emplear palabras dignas de un manual de gerencia desfasado.
Cada caso es diferente. Cada empresario, como persona que es, tiene sus virtudes y sus defectos. Pero aquí me he referido a una tipología muy concreta que además me consta que abunda. Empresarios que ven la paja en el ojo ajeno sin importarles la viga en el propio, que creen que todos los males son externos y nunca miran dentro de su casa. Empresarios mediocres, que no tienen éxito porque no lo merecen pero que lo achacan a cualquier circunstancia ajena a su voluntad con tal de sentirse justificados. Empresarios déspotas, arrogantes, despreciativos, con los que hay que batallar en lugar de relacionarse.
Así no se llega a ninguna parte. Que pena, de verdad, que pena.
Perdón por la perorata, pero es que este caso me ha tocado por donde no debía (ya saben donde).
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