Por aquí (os recuerdo: Quito), la vida de la ciudad ha de empezar a normalizarse. Todavía queda la última fiesta del año, la de su fin, pero la principal ya ha pasado. Creo que se podrá volver a la calle sin correr el riesgo de tener que enfrentarse a un atasco monumental o a riadas de gente cargadas de paquetes llenos de salientes que amenazan, a la que menos te lo esperes, con sacarte un ojo.
El 2 de enero (el mío, desconozco la razón, el 3) volverán los colegios a laborar normalmente. No puedo dejar de imaginarme a los hijos de los inmigrantes que están en mi país desconcertados y contentos porque ellos tengan vacaciones hasta después de Reyes. Mientras tanto, ahí está, esperando, la monumental borrachera del 31 de diciembre/1 de enero. Ese día, las calles volverán a colapsar por las "viudas": hombres disfrazados de mujeres que simulan ser las viudas del año viejo que muere y que detienen el tráfico pidiendo unas monedas para cubrir el resto de su vida sin el año que pereció. A las doce, se quemará el "año viejo", un muñeco que representa el año que paso: los hay para todos los gustos y colores, aunque suelen primar representaciones de los políticos más "televisivos" y de las figuras internacionales más destacadas. De ahí, la cogorza en modestas fiestas caseras o en elitistas y caras fiestas hoteleras. O simple ronda de bar en bar y discoteca en discoteca, enchufándose al trago más accesible al bolsillo.
Siempre he tenido particular preferencia por el fin de año frente a la Navidad. Desde pequeño, a pesar de ser un incordio y presionar en mi casa para tener regalos tanto en Navidad como en Reyes, había algo que me llamaba la atención del año nuevo. Era la macro-oportunidad de una renovación, frente a la micro que es cada día que pasa. En más de una ocasión, intenté repetir a toda velocidad la frase "elprimersegundodelaño", como si decir eso en un segundo me permitiese comenzar a vivir con toda intensidad el periodo que comenzaba. Creo que los hados paganos tiraban de mí con mucha fuerza.
Al crecer, vinieron las fiestas, las juergas. Pero siempre, cuando se ha tratado de una fecha significativa como esta, esos hados se han empeñado en que las cosas se torciesen de una manera u otra. Tanto en mi cumpleaños como en fin de año, yo, que siempre fui el impulsor de hacer algún tipo de megacelebración, terminaba fracasando miserablemente. Y no era tan sólo que las expectativas eran muy altas y, por lo tanto, muy difíciles de cumplir. Incluso bajando el liston hasta el ras del suelo, las cosas no iban bien.
En los últimos años, resolví olvidarme de grandilocuencias y pasar el trago como a bien pudiese. Y no me ha ido mal. Algún tropiezo que otro, pero da la impresión de que, al haber aprendido la cura de humildad que los hados me dieron año tras año, la cosa ha resultado más llevadera. Este año, aún no me he decidido: estoy entre permanecer en casita o salir un poco a la calle. El determinante será, como siempre, el poderoso caballero.
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