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lunes, 29 de diciembre de 2008

El canto del Quetzal

Empiezo la recuperación de mis biteles con un cuentito cursi escrito hace un porrón de años. El argumento fue idea de Juan Ángel González Concepción (compañero de las primerizas tropelías comiqueras) y, a pesar de que se trataba de que yo convirtiese esa historia en un guión, al final terminó saliendo un cuento. La elección del nombre del pajarito de marras fue completamente indocumentada y hecha únicamente en base a su sonoridad. Pero que le vamos a hacer si en aquellos tiempos no había Wikipedia…

Por cierto, que sí, que se convirtió en cómic, pero vete tú a saber por donde andan esas páginas. En mi disco duro, desde luego que no.

 

Bienvenidos a este relato oh, vosotros que lo estáis leyendo o escuchando por boca de algún lector. Os agradezco vuestra excelsa presencia ante tan humilde narrador, y os pido, si puedo abusar un poco de la confianza que depositáis en mi al escucharme, que prestéis infinita atención a mi relato. Abstraeros lo más posible de los quehaceres cotidianos y dejaros llevar por mis palabras hasta lugares que jamás habéis conocido. Os doy de nuevo la bienvenida a este reino de la imaginación.

 

Mi historia comienza hace mucho tiempo, aunque algunos no dudan en decir que jamás ocurrió y otros que acontecerá dentro de numerosas generaciones. No es mi deber juzgar tal cosa, y por ello dejo el veredicto final en vuestras manos. Yo tan sólo me puedo limitar a decir que esta historia existe mientras os la cuento y que dejará de hacerlo en el momento en que calle. Pero empecemos ya sin más preámbulos.

 

*** *** *** *** *** ***

 

Hubo una vez un hombre que vivía en un bosque. El hombre no era ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni joven ni viejo. Era tan sólo un hombre. Había en una cabaña que fabricó con las ramas de los árboles del bosque le ofrecieron ellos mismos.

 

“Aquí tienes, hombre -le dijeron-. A pesar de que tenías frío, no nos quisiste hacer daño. Es por eso que te damos estas ramas y estas maderas. Constrúyete con ellas un hogar, y cada vez que precises leña para calentarte, ven a pedírnosla”. Aquella fue la primera y última vez que los árboles hablaron al hombre. Pero siempre que lo necesitaba encontraba madera en la puerta de su hogar.

 

El bosque donde el hombre vivía era hermoso. Esa en un valle rodeado de altas cumbres nevadas. Un caudaloso río atravesaba el bosque y saciaba la sed de los árboles y los animales. La primavera moraba eternamente en aquellos bellos parajes; eran tan hermosos que no podía ser de otra manera. Numerosos animales poblaban aquellas tierras, pero el hombre jamás quiso darles caza y fue así como poco a poco fue conociéndoles a todos e incluso empezó a entablar amistad con alguno de ellos.

 

Y fue una mañana que se despertó el hombre en su lecho, escuchando el bello trinar de un pájaro. Aquel extraordinario canto le embelesó de tal manera que, una vez vestido y aseado, decidió ir en busca del ser que emitía aquel hermoso sonido. Al salir de su casa, preguntó a los pajarillos que todas las mañanas se podaban en su tejado, que si eran ellos los que cantaban de aquella manera.

 

“No -contestaron ellos-. No somos nosotros los que cantamos tan dulcemente. Tratarse debe de un hermano nuestro, pero no sabemos cual será ni donde estará. Si le ves, hombre, dile que siga cantando, porque con su tonada inspira a sus hermanos a cantar mejor”. Y el hombre se interno en el bosque.

 

Al poco de andar, se encontró con el conejo, y a él le preguntó: “Conejo, ¿sabes quién canta tan dulcemente?”. Y el conejo le contestó: “No, hombre- No sé quien impregna el aire de la mañana con tan bella melodía. Sólo sé que desde que empezó, mi pequeño hijito, que esa enfermo, se ha recuperado cuando ya le daba por muerto. Si le ves, hombre, dile que siga cantando, porque su canto sana las enfermedades y trae alegría al corazón”. Y el hombre siguió su camino.

 

Al mediodía, mientras almorzaba en un claro junto al río. se encontró con el ciervo, que esa allí bebiendo. “Ciervo, -le preguntó- ¿sabes de quién procede tan delicioso canto?”. “Hombre, -le contestó el ciervo- no sé quién hace que el agua calme mejor la sed con su canto. Tan sólo sé que desde que empezó, los cazadores no han vuelto. Si le ves, hombre, dile que siga cantando, pues con su canción nos libra del peligro y nos mantiene a salvo”. Y tras escucharle, el hombre continuó con su búsqueda.

 

A media tarde, el hombre se encontró con el águila, a la cual preguntó: “¡Conoces tú, águila, que surcas lo cielos y que nada escapa a tu escrutadora mirada, quien canta tan dulcemente?”. “No, no lo conozco -contestó el águila-. Pero cómo tú has dicho, yo recorro los cielos y puedo ayudarte. Buscaré por las alturas, mientras tú buscas por los caminos. Si lo encuentro, le diré que le esas buscando, y el lugar por donde te hallas”. Y el hombre, tras darle las gracias, siguió su camino.

 

Ya era de noche cuando el hombre encontró al búho “Hombre, -le dijo el búho- el águila me ha dicho que buscas al que canta tan dulce canción”. “Así es, búho -le dijo el hombre-. ¿Sabes tú donde puedo encontrarle?”

 

“El águila le encontró, pero no pudo decírtelo. Por eso me pidió que lo hiciese yo. ¡Sígueme!”. De esta manera, el hombre siguió al búho pleno de alegría. Por fin iba a conocer a quién esa adornando, durante todo el día, el aire del bosque con su canción.

 

El búho le llevó hasta unos matorrales donde, entre ellos y en una especie de lecho, se hallaba postrado un pajarillo de bellos colores. Frondosas plumas cubrían su cuerpecillo, del que salía una larga y colorida cola. “Hombre, -le dijo el pajarillo, con un tono ligeramente extenuado- me han dicho que caminaste todo el día para encontrarme. Pues bien. aquí me tienes. ¿Que es lo que quieres?”

 

“Deseaba conocer a quién canta con tanta belleza. Por el camino me pidieron que te dijese que no dejaras de cantar. Tu canción inspira a tus hermanos, curó al pequeño conejo y protege a los hermosos ciervos”.

 

“Entonces… voy a tener que dejar de cantar, si eso es lo que está ocurriendo mientras lo hago”.

 

El hombre no cabía en si de su asombro. “¿Acaso eres tan egoísta -le reprochó- que ahora que sabes todo el bien que tu canto produce, decides guardártelo para ti mismo?”

 

“Estás equivocado, hombre -le contesto el pajarillo, respirando con fuerza como si cada palabra le costase esfuerzo pronunciarla-. Si sigo cantando, mis hermanos pájaros no tendrán otra inspiración que mi canto. Si sigo cantando, el conejo creerá que jamás enfermará de nuevo y el ciervo, que nunca volverá a correr peligro. Todos ellos dependerán de mi canción, y eso es algo que no debe ocurrir porque al fin y al cabo hombre, mi canción es de muerte. Canto porque me muero, porque nunca volveré a ver la luz del sol. Canto de pena porque mi amada se queda sola y porque no volveré a surcar el cielo con mis hermanos a los que tanto inspiro. Canto a la vida porque la abandono, y canto a la muerte mientras la espero, pues ya me queda poco. Piensa en lo que sucedería, hombre, si aquellos que nombraste dependiesen de mi canción. No, debo dejar de cantar. Gracias por venir a avisarme de que debía dejar de hacerlo”.

 

Y El hombre se marchó triste, porque le había quitado a aquel pajarillo lo único que le quedaba al final de su vida… su canción.

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