Hace unos días, una buena amiga mía me hizo una crítica sobre un texto que escribí. Fue una crítica demoledora, en la que me dijo unas cuantas cosas que yo sospechaba acerca del texto en si mismo, pero que en verdad necesitaba escuchar de otra persona para ser plenamente consciente de ellas. Mientras me hacía todas las observaciones pertinentes, callé y escuché. Después, no añadí nada, porque tenía razón en todo. Lo que más le llamó la atención fue la desordenada estructura gramatical que había empleado, en conjunción con oraciones extremadamente largas. Si mal no recuerdo, añadió algo así como que “Tú no escribes así. Parece que quisieras demostrar cuanto sabes”.
Ya he arremetido en algún momento contra ese vicio de las frases largas y farragosas. Esas con subordinadas de las subordinadas, que terminan pareciendo asesores de los asesores: tanto se asesora que luego no se llega a nada productivo. Y no había duda: había caído en ese error, un error en el que suelo caer cuando trato de abordar un tema acerca del cual quiero decir muchas cosas. Y no solamente entonces, sino también caigo en él cuando se trata de un texto que va a recibir una cierta difusión. Creo que, inconscientemente, me quiero hacer el listo, el “cultureta”, el “intelectualoide”.
La razón por la que hago este blog es precisamente esa: la depuración de ciertos vicios lingüisticos en los que caigo a la hora de escribir. Y, además, hacerlo de manera que el contenido resulte interesante para alguien. Poco a poco, lo voy consiguiendo (o eso me parece a mí). En lo que se refiere a prosa narrativa, el webserial también me está sirviendo de mucho. Dentro de un tiempo, seguro que me daré cuenta de los fallos más patentes que tiene (algunos ya me constan), pero habrá sido gracias a él, y a lo que escribo aquí, que podré hacerlo.
No puedo evitarlo. Cada cierto tiempo, caigo en la evangelización: si te gusta escribir, ¿a que esperas para tener tu blog?
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