La palabra es un arma cargada. Lo mismo puede servir para halagar que para insultar, para decir la verdad que para mentir. La palabra es un arma que todos tenemos pero que no todos aprovechamos. Algunos, la manejan como un niño puede manejar una pistola: con imprudencia.
Y es que resulta más fácil llamar “piratas” y otros adjetivos de similar catadura a todo aquel que se baja una canción de moda que bajar los precios de los CDs para que estos sean más accesibles. Aplíquese lo mismo a los libros e incluso al software. Se empeñan en bombardearnos con sus brillantes productos hasta convencernos de que tenemos que hacernos con ellos, pero no nos lo ponen fácil: precios prohibitivos, dificultades de acceso, etc. Entonces, hipnotizados como estamos, buscamos la manera de cubrir esa necesidad tan imperiosa que nos han inculcado y recurrimos a los medios que tenemos a nuestro alcance: uno de ellos, Internet.
Entonces, al igual que el niño que grita “No, no, así no vale”, ellos, que abrieron la caja de Pandora, nos quieren acusar de que sigamos sus instrucciones. “No, no así”, dicen. “Tienes que pasar por caja”. “Pero vosotros”, decimos, “me habéis creado la necesidad. Sólo la estoy satisfaciendo”. “No sólo tienes que satisfacerla, sino satisfacerla como nosotros digamos”. Lo que dije: en un combate desigual, si el más pequeño pone sobre el terreno un arma que le otorga cierta ventaja o al menos igualdad, “ya no vale”, es trampa.
Muchas empresas ya no utilizan la publicidad para seducir, sino para imponer. No se trata de ponerte en conocimiento de que existe un producto que podría satisfacer una necesidad, sino de crear la necesidad para vender el producto. No estoy en contra de la publicidad, de hecho me encanta. Pero tan sólo es una herramienta más. E igual que un martillo puede servir para arreglar un mueble pero también para matar a alguien, la publicidad puede usarse o abusarse.
Imaginemos un supermercado que no tuviese servicio de seguridad alguno. Nada, ni esas cositas que se ponen a pitar de manera histérica muchas veces sin razón, ni vigilantes infiltrados atentos a ver si te metes algo en el bolsillo. Una mujer entra, va a la sección de perfumería, coge un tarro de crema antiarrugas de una famosa marca y se marcha sin pagarla. El dueño de la marca se acerca hasta ella y le dice “¿Por qué te vas sin pagarla? ¿No ves que eso está mal? Si todo el mundo hace lo mismo, no podremos hacer más cremas”. La mujer le contesta: “Pero no tengo dinero. Tengo que pagar agua, luz y la alimentación de mis hijos, pero no me alcanza”. El dueño de la marca entonces le dice: “Pues no te la lleves”. La mujer, desesperada, continúa: “Pero si no me pongo esta crema, entonces mi marido no me querrá, me abandonará por otra”. Sorprendido, el dueño de la marca le dice: “No es cierto, ¿quién te ha dicho eso?”. La mujer levanta la crema delante de la cara del dueño y le grita: “¡TÚ!”.
Dejen de bombardearnos hasta que nuestro cerebro tan sólo sea un despojo: nunca lo será. Dejen de tratar a la gente como si fuesen tontos y recurran a otras estrategias: la humanidad entera se lo agradecerá. Limítense a informarnos de su producto y, desde luego, a producirlo en buenas condiciones y a no engañarnos ni mucho menos a insultarnos. Busquen otras vías en lugar de invadirnos, de tirar del borde de nuestra chaqueta diciendo “¡Compra, compra, compra!” hasta que así lo hagamos sólo por hartazgo. Y si no lo hacemos, pero aún así obtenemos lo que ustedes ofrecen, no se quejen. Al fin y al cabo, mucha culpa es suya.
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