Dos artículos me han llamado hoy la atención: la primera parte de uno en Yoriento, y otro en Los sueños de la razón. Ambos, de una forma y de otra, me han remitido a mi trabajo.
El primero porque me ha recordado a algunas personas de mi entorno que, como le dije en los comentarios, contravienen con agresividad el punto número 4: "no critican, no se quejan". Y es que hay personas a las que, ante cualquier iniciativa, tienen una habilidad extrema para encontrar el aspecto negativo. Son personas que se ponen una careta de crítica objetiva y se dedican a desmantelar cualquier cosa que se les ponga por delante. Lo peor es que siempre parecen estar de buen humor hasta que te pones a conversar un poco con ellos y te contagian ese pesimismo catastrófico.
El segundo me ha hecho acuerdo de los discursos interminables que suelen darse en ocasiones dadas. Discursos vacíos, vacuos, que te hacen ser consciente de como se te va escapando la vida segundo a segundo; un vicio de llenarse la boca de palabras y, en lugar de ir expulsándolas con mirilla laser, dejarlas caer con la misma parsimonia de una ducha que gotea. El discurso se convierte precisamente en eso, en la gota torturadora que cae en el suelo alicatado impidiéndonos dormir, pero sin poder tampoco despertarnos. Porque siempre, tras una gota hay otra, y otra, y otra... Llega un momento en el que no escuchas las palabras, sino que cada vibración de las cuerdas vocales del emisor te tortura y sacude tus huesos como si estuvieses en un potro medieval.
Reconozco que he caído en ambos vicios en más de una ocasión. En el segundo, principalmente cuando tengo que hablar en público y no he preparado nada. Creo que los buenos improvisadores se destacan por su habilidad para "editar" al tiempo que hablan, con su cabeza por delante de su lengua más de un par de metros. En el primero, a veces caigo con demasiada facilidad pero por suerte cada vez soy más consciente de ello y pongo el freno con más facilidad. Aún así, cuando se trata de que me lo "contagian", me da más mucha rabia: jode que te caigas, pero aún jode más que te empujen.
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