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sábado, 2 de febrero de 2008

Instinto de supervivencia

Recuerdo a un amigo que era todo pose. Parecía como si toda la integridad de su ser sólo pudiese mantenerse unida cuando era observada, cómo si para existir alguien tuviese que estar viéndolo. Era la respuesta a esa vieja pregunta filosófica de "¿Hace ruido un árbol que cae el bosque si no hay nadie allí para oírlo?", la cual contestó muy pragmáticamente la física hace ya un tiempo. Pero su respuesta no tenía mucho que ver con la física, pues él no hacía ruido al caer si no había nadie para oírle.

No sé si en el tiempo en que nos tratamos llegué a conocerle realmente. Es difícil saber que es real o que no lo es cuando una persona asume una pose constante. Y mucho más difícil es llegar a conocer esos pequeños detalles que nos conforman a todos, que nos terminan dando una realidad tridimensional en las mentes ajenas, en vez de la bidimensionalidad de lo ocasional. Por ejemplo, cuando vemos la foto de una modelo, en ella no podemos apreciar si posee la señal de la vacuna infantil que nos hace asemejarnos, en virtud de los avances de la salud en el siglo XX, un poco a las reses; o si tiene un lunar con la tendencia de convertirse tenebrosamente en una verruga en un sitio inaccesible a aquellos que no comparten su cama, y que ella emplea como unidad de medida a la hora de valorar la tolerancia del amante de turno. Y es que mi amigo, si tenía esa señal o ese lunar, no podías saberlo a ciencia cierta, pues al verlos no podías distinguir si se trataba en realidad de uno de esos detalles que mencionaba antes o era uno más de los adornos de su parafernalia.

A mí sí me gusta guardarme pequeñas cosas para aquellos íntimos/as que llegan a formar parte integral de la vida de uno. Al ofrecérselas, cobras realidad en su ínterin y, además, poseen la cualidad edificante del secreto compartido. Si mi amigo poseía estos detalles lo desconozco, pues incluso ante mí (y en un momento de nuestra relación llegamos a compartir bastantes cosas, aparte del tiempo), la pose era inmutable.

Mi amigo no sólo vivía de y para la exhibición, sino de la valoración positiva de dicha exhibición. Para asegurarse la misma, elegía astutamente la pasarela donde realizarla. Con cuatro referencias literarias cosidas al dobladillo de su camisa, se paseaba entre aquellos que sólo habían tocado un libro para ponerlo en un sitio donde no estorbe. Un par de lágrimas a manera de gemelos en sus puños servían para dar cuenta de su drama existencial entre otros que no habían tenido más preocupaciones que llegar a fin de mes y que se sentían azorados al comprobar que había "algo más".

Pero eso eran simples abalorios, baratijas compradas en las rebajas, comparados con las, para él, joyas de la corona, diamantes, rubíes, zafiros y otros "espectaculares" complementos. Esas joyas eran las mujeres.

Uno está chapado a la antigua y valora a las personas por lo que significan para uno, no por lo que puedan significar para los demás. Oh, claro que esto último siempre es como un valor añadido. Pero en el caso de mi amigo no era así, era un valor esencial. Y, ojo con esto, la cantidad era para él un sinónimo de calidad.

A todos los hombres nos gratifica sentirnos conquistadores. De hecho, creo que al fin al cabo, héroes personales más o menos sofisticados al margen, todos idolatramos a la mítica figura de Don Juan (idolatrándola más en la medida en que sabemos menos de ella, porque si leemos a Lord Byron...). No hay nada que ensalce más nuestra autoestima que la mirada provocativa de una mujer cayendo sobre nosotros, que un coqueteo cargado de dobles lecturas, por muy intrascendental que sea. En el caso de mi amigo, no sólo tenía que sentirse un Don Juan, sino que su público, hábilmente escogido, tenía que saber que lo era. Si no, el asunto carecía de valor, y tal vez hasta de sentido.

Entre sus trofeos de caza estaban adolescentes calenturientas, casadas insatisfechas en estado pre-divorcial, jóvenes de húmedas vaginas que sólo conseguían besos en la frente... Y entre su público se encontraban casados acomodados pero cargados de rutina, tipos que invalidaban el refrán del hombre y el oso, sujetos inseguros de mirada huidiza y manos temblequeantes... Eso era jugar en cancha propia y ganar por goleada.

En un determinado momento durante el tiempo que compartimos juntos, su presencia llegó a ser para mí como una esponja sobre un suelo... ya seco. Parecía emitir el mismo sonido que el sumidero de una tina cuando los últimos restos de agua se iban por él. Era como si no pudiese mantenerse en pie si no fuese apoyado sobre los hombres de aquellos con los que se rodeaba. Supongo que el instinto de supervivencia te llevaba, pasado un tiempo junto a él, a alejarte para conservar intacta tu columna vertebral. Creo que no se daba cuenta de que ésta era la razón de que no tuviese muchos amigos.

Muchas veces me he acordado de él, más con amargura que con nostalgia, más con pena que con molestia. Todos necesitamos, en mayor o menor medida, lo que digan los demás de nosotros. Somos seres sociales al fin y al cabo. Pero él parecía necesitarlo con la misma intensidad que el oxígeno.

Hace unas semanas me lo encontré. En el tiempo que no nos hemos visto, yo siento haber crecido aunque sea dejando espirales como rastro. Él seguía igual. Quedamos en llamarnos. Supongo que yo sentí lo mismo que la tina ya sin agua ante el impertinente sumidero. Todo lo que me quedaba era ya parte integral de mí mismo. Nunca le llamé.

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Este texto apareció originalmente en mi blog "De cómic y otras hierbas", cuyo contenido poco a poco voy a ir trasladando aquí (como avisé en algún momento). Sin embargo, la fecha de la redacción es muy anterior a la de su publicación. Como actualización, valga decir que no he sabido del sujeto en cuestión desde hace mucho tiempo.

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